La idea de la responsabilidad política está estrechamente ligada al comportamiento de quien ejerce el poder.
Hace algunos días escuché a un destacado jurista del gobierno referirse al Poder Judicial. Reconocía parcialmente los graves problemas de este órgano, pero subrayaba que una buena parte de las dificultades de cambiar la mentalidad de la administración de justicia tiene que ver con la actitud de los ciudadanos. Decía que una premisa básica de cualquier sociedad civilizada es aceptar que la ley se ha hecho para ser cumplida, y que las personas tienen que comprender que sus actos traen consecuencias. Subrayaba que es imperativo asumir que si se comete un delito se debe purgarlo, si se transgrede una norma se tiene que pagar por ello, si se le hace un daño al Estado se debe resarcir el daño material inferido.
La idea es correcta y está formulada impecablemente. En la medida en que nuestros niños y jóvenes vean todos los días que la transgresión de la norma no acarrea consecuencias, llegarán a la conclusión de que el incumplimiento de la Ley es un buen negocio y que la impunidad casi siempre está garantizada. Si el riesgo que se corre al vulnerar la norma o no cumplir las obligaciones es muy próximo a cero, las posibilidades de imponer el cumplimiento de la ley son casi nulas.
Lo que el jurista del oficialismo no dijo es que el ejemplo mayor lo deben dar quienes detentan el poder. Igual que en los otros aspectos citados, los actos políticos también generan consecuencias. El éxito y el reconocimiento cuando están bien hechos y el fracaso y el castigo cuando están mal hechos.
En más de una oportunidad he demandado como ciudadano que cuando se producen escándalos vinculados a corrupción, seguridad, represión o mal manejo económico, los funcionarios responsables deben renunciar a sus cargos. Con mayor razón quienes cuando estuvieron en la oposición, exigían la renuncia de funcionarios, ministros y presidentes responsables de decisiones políticas equivocadas.
Mis pedidos nada han tenido que ver con afectos o desafectos personales, sino con cuestiones de principio. Pero la respuesta del Gobierno ha sido y es casi siempre la misma. Los funcionarios responsables no hacen ni el amago de ofrecer su renuncia, no se les mueve un pelo. A su vez, las autoridades superiores, empezando por el Presidente, no sólo que no separan del cargo a las autoridades involucradas, sino que respaldan con ahínco a quienes están envueltos en casos muy graves. Cuando la presión es insoportable lo habitual es que quienes paguen los platos rotos sean funcionarios intermedios, o cabezas de instituciones como la Policía, pero nunca los responsables políticos, quienes han tomado decisiones o han diseñado las estrategias de acción, o quienes por omisión o negligencia han permitido el crecimiento de grupos corruptos o hechos violentos bajo su mando y en sus narices.
Los pocos ejemplos de destitución y prisión de funcionarios gubernamentales no tienen que ver con actos voluntarios desde el poder, sino con situaciones imprevistas que pusieron en evidencia el tamaño de la transgresión o el delito, lo que hacía imposible tapar el sol con un dedo.
Esa realidad ha generado la certeza en quienes forman parte del partido de gobierno y ejercen el poder, de que no hay límites para hacer lo que quieran hacer, sea esto correcto o incorrecto. Por ello, con frecuencia suelen confundirse las cosas. Los poderosos de hoy suponen que si ellos no han cometido delitos o no han transgredido normas de manera directa, no tienen responsabilidad y no tienen por qué asumir consecuencia alguna. Esto muestra claramente que no se entiende que la cabeza política tiene la obligación de afrontar los costos políticos (no necesariamente penales o civiles) de lo que hacen quienes a su nombre o bajo su mando, han cometido delitos. Lo que se traduce en una cosa: renuncia al cargo.
Esa ha sido la base por la que el actual Presidente acusó a varios expresidentes en diversos temas. El hecho de que como cabezas del Estado teníamos responsabilidad política sobre determinadas situaciones acaecidas en nuestros mandatos, no porque hubiésemos dado órdenes directas o firmado contratos específicos, sino por responsabilidad política.
La vara de medida hoy, ciertamente, es totalmente distinta. Nadie se mueve pase lo que pase, nadie asume responsabilidad política por nada. El gobierno confunde ejemplo de comportamiento con debilidad y fortalece la idea de que el poder es intocable e impune.
La conclusión está a la vista. Gobernar no es servir, sino servirse. El Poder total corrompe totalmente, no porque convierta a todos quienes gobiernan en unos ladrones, sino porque envilece sus almas, corrompe y destruye sus principios y acaba destruyendo los ideales y valores por los que buscaron gobernar.
Esta falta absoluta de responsabilidad política es uno de los principales daños que esta forma de entender las cosas le está haciendo al país
El autor fue Presidente de la República
http://carlosdmesa.com | Twitter: @carlosdmesag
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