La violenta interrupción de la marcha indígena en defensa del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis) la tarde del domingo, ha sido condenada por amplios sectores de la ciudadanía boliviana, la Iglesia Católica, incluso Naciones Unidas —tan identificada con el Gobierno— por ser una agresión sin sentido ni equilibrio, que muestra el uso abusivo y discriminatorio de los aparatos represivos, y que rompe toda consideración humana y de respeto a los más elementales derechos de las personas.
Pero, esta acción también debe ser analizada desde un enfoque político, y éste nos muestra que las bases sociales de sustentación del Gobierno se van reduciendo. Con la intervención del martes quiebra un importante vínculo orgánico con otros sectores claves del movimiento popular, como son los indígenas del oriente y el chaco bolivianos y parcialmente del occidente del país, que se suman a otros abandonos producidos en los últimos meses, como en diciembre del año pasado, con el “gasolinazo”, cuando perdió aliados en las clases medias identificadas con su proyecto, y entre febrero y mayo con la Central Obrera Boliviana y varias de sus organizaciones afiliadas, por su errática conducción de las negociaciones salariales. Además, se debe agregar en este tiempo de marcha indígena, su distanciamiento del mundo de las organizaciones no gubernamentales, muchas de las cuales le dieron sustento intelectual y tecnocrático.
Por tanto, además de la legitimidad institucional de su elección, al Gobierno le quedarían dos sectores sociales aún plenamente identificados con él: los colonizadores y los productores de coca, así como los mecanismos represivos del Estado y un aparato burocrático que ha crecido desmesuradamente en los últimos años.
Se trata de una situación muy difícil que se complejiza aún más por la incapacidad que tienen las autoridades de gestionar adecuadamente la administración estatal. De hecho, la marcha indígena tomó cuerpo y alcance nacional tanto por la legitimidad de su demanda como por la prepotencia con que las autoridades de Gobierno trataron a sus dirigentes y organizaciones, acusándolos de ser desde agentes nativos del plan imperial de dominio regional, luego aliados de los oligarcas e incluso del “gonismo”, incluyendo un racista epíteto de “salvajes”. Si a eso se suma la resistencia del Gobierno a acatar la Constitución, que exige la obligatoriedad de realizar consultas cuando se trata de realizar obras en territorios indígenas, a la condena se ha unido, por un lado, un generalizado sentimiento de frustración cuya expresión más clara y decente es la de la ex Ministra de Defensa que ha presentado renuncia irrevocable, sabiendo que con ello además se expone a la diatriba oficialista, y, por otro, susceptibilidades sobre la transparencia del contrato de construcción de la carretera entre Cochabamba y Beni.
Por lo señalado, y haciéndonos eco de la Iglesia Católica, hay que exhortar al Gobierno a renunciar al uso de la fuerza, “demostrar, con acciones coherentes, el discurso de escucha y defensa de los derechos de los bolivianos”, e insistir en el camino del diálogo sincero porque “es el único camino que puede garantizar soluciones pacíficas y duraderas para el bien de todos”.
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