Muy pocos podrán decir que la decisión del Tribunal Constitucional de dar luz verde a la reelección del Presidente los ha sorprendido. No, lo sorprendente hubiese sido el fallo contrario.
Rápidamente, los militantes y simpatizantes masistas han esgrimido su arma ganadora. “Así que el Tribunal es bueno cuando sus fallos agradan a la oposición y es malo cuando la disgustan”. Hacen referencia al fallo que descalificó la retroactividad de la Ley Quiroga Santa Cruz y a la sentencia que dijo que la suspensión por simple acusación contra autoridades electas por voto popular vulnera derechos fundamentales. Argumento que parecería conducir a la absurda conclusión de que si un tribuno emite un buen fallo, de allí en más todos sus fallos serán impecables.
Aquí no está en cuestión lo que no puede estar en cuestión. El Tribunal Constitucional es una institución legal con atribuciones inequívocas y, en consecuencia, sus fallos deben ser acatados y cumplidos. Es lo que como ciudadanos debemos hacer, lo que dista mucho de aplaudir sus errores y menos aún celebrar una aberración jurídica como ésta.
No es vano recordar ahora que el punto de partida de esta legalidad fue la elección por voto popular de todo nuestro sistema judicial. Una elección que por su concepción y por el proceso que la hizo posible (la preselección de los candidatos en manos de una Asamblea Legislativa controlada totalmente por el MAS), perdió toda legitimidad. El pueblo boliviano se expresó entonces con total claridad. El 40 por ciento votó nulo y casi el 20 por ciento votó blanco. Sólo el 40 por ciento de los votos fueron válidos. Además, el promedio de votación obtenido por más de medio centenar de candidatos estuvo en el rango del 5 a 8 por ciento, por cada uno. Es prácticamente imposible un resultado tan contundente en contra de la forma de elección y de los postulantes. A pesar de ello, el Gobierno impuso –dado que controla también al Órgano Electoral– a los ganadores e hizo que se posesionaran.
El objetivo más importante del partido de Gobierno es su perpetuación en el poder, que pasa inexcusablemente por habilitar por siempre al presidente Morales como candidato. Esa premisa debía hacerse realidad por el camino más expedito, la consulta al Tribunal Constitucional.
¿Cuáles eran los escollos? Un acuerdo solemne firmado en 2008 por Gobierno y oposición que viabilizó la nueva Constitución. ¿Cuál fue el precio que cobró la oposición? Que en ese acuerdo el Gobierno se comprometiera a reconocer que el mandato 2006-2009 de Morales era el primero y, en consecuencia, el actual mandato al ser el segundo, inhabilitaba a Morales a volverse a postular en virtud del Artículo 168 de la CPE. Ese acuerdo “solemne” quedaba sellado por el candado de la Disposición Transitoria primera parágrafo II de la Constitución y complementariamente por el Código Electoral que negaba explícitamente la posibilidad de una segunda reelección. Por si fuera poco, el propio Presidente hizo una emotiva declaración en la plaza Murillo que los medios han pasado hasta el cansancio en las últimas semanas, asegurando que no se volvería a postular después de 2009, ya que él no tenía ambición alguna de eternizarse en el poder.
¿Cómo tener dudas ante garantías tanto escritas como por la palabra de honor empeñada por el primer y segundo mandatarios de la nación?
¿Cómo tener dudas ante garantías tanto escritas como por la palabra de honor empeñada por el primer y segundo mandatarios de la nación?
La vida real, sin embargo, cada vez tiene menos que ver con esos valores esenciales. La “estrategia envolvente”, que diría el Vicepresidente, era la vía para romper la CPE, el Código Electoral, el Acuerdo firmado y la palabra comprometida. En realidad el término es una forma alambicada de decir: “El poder total que tenemos y seguiremos teniendo es nuestra razón. La nueva postulación se hará porque nuestra fuerza así lo permite”. A fin de cuentas, ya hubo alguien que dijo que la victoria es la razón suprema y que ante ella no nos cabe otra cosa que agachar la cerviz. Nada que no supiéramos y que no estemos experimentando desde hace casi ocho años.
Pero a pesar de que el Gobierno nos hizo saber que ésa es su ética, la oposición -una vez más y van muchas- actuó con la mezquindad que le es característica. Discursos deshilvanados, incapacidad de buscar un denominador común mínimo en defensa de los valores y derechos democráticos esenciales, falta de deseos reales de buscar unidad, declaraciones fragmentadas y a destiempo, falta de poder de convocatoria y algo peor aún si cabe, la decisión de morir solos antes que intentar dar una batalla por el interés de todos.
De ese modo, el argumento del Tribunal que apela a que como Bolivia se ha “refundado” la Bolivia muerta carece de vigencia jurídica, es irrelevante. Podía haber sido cualquier otro. Finalmente, falló en favor de Morales y punto.
Ahora sabemos que estamos librados a nuestra suerte y que es el poder supremo el que decide qué parte de la CPE corresponde a la “Bolivia refundada” y qué parte a la “Bolivia desechada”. Es lo que hay.
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