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martes, 29 de abril de 2008
Bolivia en Peligro según visión de Vicente Massot de La Nación de Bs.As.
Sin perjuicio de reconocer la validez de los argumentos que, en contra del férreo centralismo paceño, esgrimen las autoridades departamentales de Santa Cruz de la Sierra, Beni, Pando y Tarija, y la gran mayoría de sus respectivas poblaciones, en Bolivia cuanto se halla en disputa es la forma a través de la cual se redistribuirá el poder a partir del próximo domingo, cuando se sustancie, entre los cruceños, un crucial referéndum para convalidar el estatuto autonómico que será puesto a votación. Pese a los intentos que fueron enderezados en las últimas semanas por el gobierno de Evo Morales a parar el acto electoral "a como dé lugar" -según la inequívoca expresión del ministro de la Presidencia, Juan Ramón Quintana- hay un proceso autonómico que parece irreversible. Desde el referéndum que transparentó, a mediados de 2006, la voluntad de cuatro de los nueve departamentos del país de poner coto al sistema unitario vigente, abrazando la solución autonómica, hasta la serie de comicios para ratificar ese camino que se llevarán a cabo primero en Santa Cruz y luego en el Beni y Pando, el 1° de junio, y en Tarija, el 22 de ese mismo mes, a Evo Morales y a su partido gobernante, el MAS, les ha sido imposible frenar semejante impulso. Si fuera producto de un capricho localista o el programa interesado de una feroz oligarquía -como insisten en repetir sus enemigos-, el fenómeno autonómico ni habría echado tan hondas raíces ni podría demostrar semejante fortaleza. Lo que pocos dicen -como consecuencia, quizá, de la extendida tradición unitaria, presente desde el nacimiento del país- es que la reivindicación de los departamentos de la así llamada Media Lunaarrastra, implícitamente, un planteo federalista puro y duro. El cambio de un sistema de organización por otro, que en países con instituciones de mayor solidez y sin el ánimo confrontativo palpable en Bolivia sería de realización trabajosa, en nuestro vecino amenaza con desatar una verdadera tempestad. Tal como se han plantado en el campo de combate, ninguno de los dos bandos está dispuesto, de momento, a retroceder, lo que lleva a pensar que las diferencias de naturaleza jurídica no habrán de zanjarse a través de las instituciones. Poco importa quién tiene razón. Más allá de la constitucionalidad de determinadas leyes -que nadie puede determinar a ciencia cierta, por haber sido disuelto el tribunal competente, por orden del gobierno-, el proceso no tiene retorno, en virtud de tres motivos fundamentales. Bolivia, a diferencia de épocas anteriores -tanto o más turbulentas que ésta-, carece de personalidades de la talla de Víctor Paz Estenssoro, René Barrientos o Hugo Banzer. Ellos, a pesar de sus diferencias, tenían una envergadura nacional capaz de armonizar los intereses en juego y atemperar el conflicto entre los sectores sociales. La segunda causa es directamente proporcional a la súbita aparición en el escenario político del indigenismo como ideología de poder militante. Nunca antes los pueblos originarios -para llamarlos de la manera que a ellos más les gusta- habían tenido el protagonismo actual. El tercer dato que cambió para siempre el panorama boliviano ha sido el vertiginoso crecimiento económico y poblacional de Santa Cruz de la Sierra. Treinta años atrás, poco más o menos, el descubrimiento de reservas de gas en Tarija que, fuera de las venezolanas, no tienen igual en la América hispánica, obró un giro copernicano en el proceso productivo del país. Santa Cruz se convirtió en la locomotora de la economía y generó un proceso migratorio interno que la llevó de los 50.000 habitantes de la década del 70 a 1.200.000, que hoy pueblan la capital del departamento. En un contexto político, social, étnico, geográfico e ideológico distinto, tamaño desarrollo podría haber funcionado bajo el paraguas del unitarismo paceño. Pero ya no es posible. ¿Cómo aceptar que La Paz se quede con el 75% del PBI de unos departamentos que sólo actúan a la manera de agentes de retención de sus riquezas y luego deben atenerse a los dictados del unitarismo fiscal. El estatuto de Santa Cruz legitimará, el domingo, 40 nuevas competencias exclusivas a expensas de las autoridades centrales y, tarde o temprano, pasará a manejar, si prospera la vía autónoma, el 60% de su producto bruto interno (el 40% del total del país), además de redefinir el modelo tributario y regionalizar el manejo de los sistemas de salud, educación y policía. Lo mismo sucederá en Pando, Beni y Tarija (cuyo PBI equivale al 12% del total nacional y que generan el 70% de la producción energética). No lo harán de la noche a la mañana, pero ese es el propósito último de la autonomía. Cualquiera puede darse cuenta de que si un programa así es aprobado (lo cual es seguro) y si siguen igual camino los otros departamentos, a excepción de La Paz y Oruro, el gobierno de Morales tendrá que elegir una de estas dos variantes: o tolera lo que hasta ahora ha calificado de ilegal y se sienta a negociar, o dobla la apuesta, acusa a sus opositores de violentar el orden constitucional y pone en marcha una estrategia represiva, con la cual la propaganda de La Paz alardea más de lo conveniente en estos días. Con todo, reducir por la fuerza las voluntades de medio país, aunque la empresa tuviera éxito, implicaría un costo imposible de asimilar para Evo Morales. Avanzar sobre una Santa Cruz de la Sierra de 40.000 habitantes, como lo hizo el entonces gobernante Movimiento Nacionalista Revolucionario en 1958 y 1959, cometiendo toda clase de tropelías, es distinto que utilizar fuerzas paraestatales con el propósito de atacar o cercar una urbe de más de un millón de almas. Si Evo Morales y su vicepresidente, Alvaro García Linera, optaran por la solución armada, la guerra civil estaría a la vuelta de la esquina. Las experiencias fallidas que en la materia ha cosechado el gobierno del MAS cada vez que en los últimos meses ha puesto en marcha medidas punitivas con el concurso de las fuerzas armadas o de las bandas paraestatales que le responden que deberían enseñarle algo. Si comparamos las fortalezas y debilidades de los contendientes, está claro que las ventajas del gobierno central radican en la subordinación de las fuerzas armadas a su comandante natural, el presidente de la República; el control de las principales agencias estatales, el manejo indiscriminado de la tesorería, su peso mediático, el apoyo de una vasta red de organizaciones no gubernamentales a nivel mundial y de la mayor parte de los países representados en la ONU y la importante, aunque no siempre mensurable, ayuda de Cuba y Venezuela. La Media Luna y, de manera especial, Santa Cruz cuentan con el respaldo mayoritario de su población -lo que, sin duda, quedará transparentado en los comicios por venir- y una mística a prueba de balas. En conjunto, son el motor de la economía boliviana. El problema de fondo no es tanto la intención de la mayoría de los departamentos de modificar la matriz unitaria de la nación, sino la existencia de dos Bolivias tan desiguales y enfrentadas que imaginar un principio de solución no es fácil. Hay enconos étnicos que el indigenismo militante y la aprobación oficialista en la Constituyente de la autonomía territorial de las comunidades originarias, en igualdad de condiciones con las departamentales, no han hecho más que agravar. Esos odios se solapan con otra realidad indisimulable: el altiplano nada tiene que ver, desde el punto de vista económico, con la Media Luna, no sólo en términos de productividad y desarrollo: también en punto a sus visiones ideológicas. Cuando García Linera afirma, en consonancia con su conocida militancia marxista, que el libre comercio se ha acabado en Bolivia, o cuando el jefe de la Coordinadora de los Pueblos Etnicos, Manuel Dosapei, sostiene sin tapujos que sólo está de acuerdo "con la autonomía territorial de los pueblos indígenas que sea participativa y no excluyente, como la de Santa Cruz", transparentan pensamientos legítimos que suponen un programa incompatible con el de la otra mitad de Bolivia. Lo prueba el abismo que existe entre el texto constitucional aprobado en diciembre del año pasado y el núcleo duro de los diversos estatutos autonómicos alrededor de los cuales han decidido organizarse los departamentos disidentes desde el domingo. Conciliar las visiones anacrónicas del incario con los presupuestos de la globalización contradice toda lógica, y, sin embargo, de eso se trata. ¿Sobre qué bases podría, entonces, iniciarse un diálogo para acercar a las partes? Todos los prefectos involucrados en el tema coinciden con el de Santa Cruz de la Sierra, Rubén Costas, en que el diálogo tiene que ser después del domingo. Ese será el momento propicio para dar forma a una negociación trascendental, de cuyo desenlace puede depender la suerte de la Bolivia que conocemos. Nadie medianamente serio y representativo del bando autonómico ha insinuado siquiera la posibilidad de dar alas a un planteo separatista, que pondría en tela de juicio la unidad nacional. Las fuerzas centrífugas respecto del centralismo aspiran, en primera instancia, a consagrar unas competencias descentralizadoras, sin que ello desmerezca las facultades indelegables del Estado en materias fundamentales como el manejo de las relaciones exteriores y la defensa, por ejemplo, para, más adelante, avanzar hacia un modelo que, póngasele el nombre que se desee, será una variante federalista. En el horizonte boliviano se recortan, amenazantes, los tenebrosos jinetes del Apocalipsis que, en el decurso de su derrotero histórico, han aparecido una y otra vez, cruzando en diagonales como ésta el pasado de nuestro vecino por los desencuentros lacerantes de fines del siglo XIX, los sucesos que terminaron con un presidente, Gualberto Villarruel, colgado de un farol; la guerra civil de 1949, y la cruenta revolución gestada por el MNR en 1952. No sería lo mismo padecer una crisis de gobierno cuyo final, por accidentado que sea, nunca deja a la nación al borde del precipicio, que una crisis de Estado, cuya naturaleza reside en replantear las bases de la convivencia. La primera supondría el recambio de una o más conducciones; la segunda, un salto peligrosísimo al vacío.