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viernes, 26 de febrero de 2010

sobre Cuba y los silencios hipócritas trata el primer editorial de La Nación. debe ser condenada por los que se dicen protectores de los DDHH


Orlando Zapata Tamayo entró en la historia. Su muerte pesará para siempre sobre los hombros del régimen cubano. Negro, obrero y valiente, era uno de los presos políticos cubanos "de conciencia" que ha sido encarcelado por el delito de disentir con la tiranía y hacerlo saber a sus conciudadanos. Ese supuesto crimen es castigado por las dictaduras más bárbaras del globo como una conducta inaceptable, porque contradice al discurso único.

Esto ocurre hoy en Irán, que ahorca a sus disidentes por protestar. También en Cuba, que los encarcela en condiciones infrahumanas y los deja morir, como acaba de ocurrir.

La lamentable muerte de Zapata Tamayo culminó un duro cautiverio de varios años en la cárcel de Camagüey, a más de 500 kilómetros de La Habana, donde fue objeto de torturas sistemáticas que minaron gravemente su salud. Lo confirmó su propia madre, una de las "damas de blanco" que protestan en Cuba por la suerte de sus familiares.

El fallecimiento ocurrió en un "hospital de reclusos" de La Habana, más conocido por ser el de los Hermanos Ameijeiras. Murió solo, lejos de los suyos. Como estuvo siempre en los últimos años. Había sido encarcelado en marzo de 2003, durante la "Primavera Negra" de Cuba, con otros 74 disidentes que, como él, reclamaban la vigencia de los derechos humanos.

Inicialmente se lo condenó a tres años de cárcel. Mientras estaba preso, la condena se extendió a más de 25 años. A los 42 años de edad, definitivamente no tenía futuro.

Los Estados Unidos y la Unión Europea, como cabía esperar, condenaron de inmediato lo sucedido. Los organismos regionales latinoamericanos, como también cabía esperar, no lo hicieron. La gran mayoría de los presuntos defensores de los derechos humanos en nuestro país, tampoco. La Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) no encontró razón alguna para emitir un comunicado conjunto condenando lo sucedido. El Grupo de Río permaneció en silencio. Los líderes progresistas no se conmovieron.

Cabe preguntarse entonces si la creación de organismos regionales paralelos a la Organización de los Estados Americanos (OEA), a la que se empuja ahora a la intrascendencia por el simple afán de excluir a los Estados Unidos, no puede tener como objetivo encubierto silenciar, diluir o minimizar los esfuerzos en pro de los derechos humanos.

El presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, estaba con los Castro en Cuba cuando murió Zapata Tamayo. La sensación de hipocresía es casi inevitable. Por años se ha permitido con un silencio cómplice que el régimen cubano pisoteara la libertad de su pueblo y condenara a sus ciudadanos por el absurdo crimen de disentir. Por esto, el final de Zapata Tamayo agiganta su protesta, que obliga a reflexionar primero y actuar después.

De nada vale lamentar su muerte si las condiciones que la provocaron no se modifican. Cuando hay voces que reclaman la plena vigencia de una democracia hoy amenazada en distintos rincones de la región por un autoritarismo creciente que se alimenta desde La Habana y Caracas, el dramático llamado de atención que nos llega desde Cuba no debe pasar inadvertido.

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