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sábado, 5 de junio de 2010

"la verguenza de Uncía" titula El Deber cuando refiere el dolor de las familias de las víctimas de los linchamientos que firmaron cualquier cosa

El asombro con que la ciudadanía boliviana observó la impotencia del Gobierno para recuperar los cadáveres de cuatro policías asesinados en la región de Uncía -penosa tarea que finalmente fue concretada ayer- es sólo comparable a la toma de conciencia que este hecho ha generado en países vecinos sobre los errores que pueden llevar a la desintegración del Estado.
Repasando esta lamentable situación, dos ministros del gabinete del presidente Evo Morales llegaron al ‘territorio libre’ (libre de leyes, de aduana, de Policía y de Ejército) para negociar, sin haber obtenido absolutamente nada. Se planteó la posibilidad de que los ayllus de la zona devolvieran los cadáveres a las familias, siempre y cuando el Estado boliviano se comprometiera a que la justicia no realice ninguna investigación sobre esas muertes. Sin esa condición, no habría devolución. Y punto.
Hay que hacer notar que el asombro con que observaron los bolivianos esta tragedia tiene que ver con el dolor de las familias de los policías asesinados, pero también con el hecho de que todos los bolivianos están enterados de la manera cómo las actuales autoridades actuaron ante situaciones similares que se dieron en otras regiones del país.
Las autoridades del Estado Plurinacional llegaron hace poco hasta Riberalta para dialogar con los organizadores de una marcha indígena que pretendía protestar contra los diferentes ‘tamaños de varas’ que usa el Gobierno frente a los temas del medio ambiente. La eficiencia de los funcionarios gubernamentales tenía relación con el hecho de que una marcha semejante hubiera desprestigiado la imagen del ‘proceso de cambio’.
Tanto empeño, tanto afán, cuando se trata de un hecho relacionado con originarios de una zona, hace inevitable hacer comparaciones. Incluso hay que comparar ese comportamiento con la mano dura, durísima, que aplicó el Gobierno con los pobladores de la población paceña de Caranavi, mediante una brutal irrupción policial.
Con esos dos casos, el Gobierno ha demostrado que puede identificar conflictos antes de que se hayan convertido en problemas, pero también puede actuar, según lo manda la ley, cuando las cosas han salido de vereda.
Pero en el caso de Uncía no hubo ni conocimiento previo de la situación conflictiva que se estaba incubando ni una toma inmediata de iniciativas para, por lo menos, recuperar los cadáveres de los servidores del orden, sin que se ahondara perversamente el drama y el dolor de sus familiares.
En el primer caso, se trata de una clara ineficiencia de los servicios de inteligencia de la Policía y del Ministerio de Gobierno. No dice nada bueno de un profesional que ha aceptado semejante responsabilidad que los problemas estallen en sus narices y no los haya visto venir. En efecto, el ministro Sacha Llorenti ha cometido, en el poco tiempo que está en el cargo, muchos y muy graves errores. Quizá su desempeño sea mejor en otras áreas, en vista de su nueva militancia.
Lo sucedido en Uncía da la razón a quienes temían que la fórmula de crear muchas nacionalidades y dar a cada una de ellas autodeterminación y territorialidad, además de reconocer la validez de sus anacrónicos sistemas de justicia, iba a crear problemas muy graves al país. Los bolivianos miran azorados esta señal, que pone en duda el alcance territorial de las leyes del Estado.

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