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domingo, 29 de agosto de 2010

compara Carlos Mesa Ayo Ayo cuyo crimen sucedió cuando era Presidente y Uncía con 4 víctimas sin Ley. extraña que hasta ahora no ocurra nada.

Es todavía tiempo. El ejemplo de Ayo Ayo puede seguirse aún en el caso de Uncía, pues es un precedente fundamental que marca
jurisprudencia que podría fortalecerse si los criminales de Uncía son detenidos, juzgados y condenados como corresponde

El pasado 15 de junio de 2004, siendo yo Presidente, se produjo el brutal linchamiento (golpiza, apedreamiento, simulacro de colgamiento y quema) de Benjamín Altamirano, alcalde de Ayo Ayo. El cuerpo carbonizado de Altamirano apareció en el centro de la plaza de Ayo Ayo en contraste con el cortante sol y el impecable cielo azul de esa mañana de invierno.

Algunos comunarios escudaron este acto bárbaro bajo el manto de la “justicia comunitaria” y afirmaron que la razón del crimen era la corrupción de la víctima cuando era autoridad. Se trataba en realidad de una tensión política en el seno del Concejo Municipal resuelta de un modo que deja sin aliento. Felipe Quispe, a la sazón secretario ejecutivo de la CSUTCB, no tuvo mejor idea que afirmar ese mismo día: “Va a haber casos similares a Ayo Ayo en todas partes, las habas van a cocer en todas partes”.

Inmediatamente enviamos a Ayo Ayo al viceministro de Gobierno Saúl Lara, al viceministro de Justicia Carlos Alarcón y a la delegada Anticorrupción Lupe Cajías, a quienes se sumaron representantes del Defensor del Pueblo y de la Asamblea de DDHH No se usó la fuerza para reprimir a la comunidad, se ingresó (con policías) en paz hasta la plaza y allí se llevó adelante un largo y difícil diálogo. A pesar de la agresividad de sus interlocutores, la comisión fue muy clara, no se aceptaba el linchamiento como mecanismo tolerable y menos que éste representase a la justicia comunitaria. Era imprescindible juzgar a los autores del hecho. Sin un acto de violencia, recuperamos la paz en el lugar y comenzamos a trabajar. En pocas semanas se detuvo a veinticinco personas sospechosas de haber cometido el delito, varias de ellas miembros del Concejo Municipal del lugar. A partir de ese momento la responsabilidad quedó en manos del Ministerio Público y el Poder Judicial. Sin alharacas, con bajo perfil, el gobierno hizo lo que tenía que hacer, detener a los sospechosos, mostrando su posición con hechos concretos.

Han pasado seis años de ese crimen y afortunadamente se ha hecho justicia, que honra al Ministerio público y a la jueza que dictó sentencia condenando a 30 años de cárcel sin derecho a indulto a ocho de los acusados, para que quede claro que es posible vencer esta ola de violencia irracional cuando se comienza con la voluntad ética de respeto a los DDHH y se tiene la voluntad política de hacerlos respetar con acciones serenas pero concretas.

De entonces a hoy, especialmente durante la actual administración, se han producido casi un centenar de linchamientos, el más grave de todos el de Uncía, en el que fueron asesinados del modo más horrendo cuatro servidores del Estado. A diferencia de la respuesta gubernamental en Ayo Ayo, el gobierno, tras lo ocurrido, permitió que Uncía se convierta en territorio de nadie. La policía desapareció de escena, se tuvo que apelar a un sacerdote que mediara para la humillante devolución de los cadáveres, se toleró un cabildo que degradó sin pudor el valor sagrado de la vida y que se amparó en el remanido argumento de la corrupción de los asesinados para justificar la atrocidad. Meses después estamos en hojas cero, en el reino de la impunidad, mientras el gobierno - implacable cuando le conviene - continúa la persecución política de sus adversarios, al punto de suspender de sus funciones con acusaciones penosas a autoridades elegidas masivamente por el voto popular hace pocos meses.

Uncía es el ejemplo de un poder atrapado en su propio discurso, que juzga descarnadamente a los ciudadanos con doble rasero. Todos los adversarios se presumen culpables; la mayoría de los correligionarios o núcleos étnicos próximos al gobierno se presumen inocentes y se saben impunes. Entre el discurso grandilocuente y la realidad, media un abismo. La arbitrariedad de sectores de poder regional o local campea cada vez con mayor desembozo. Uncía es lo más evidente, pero hay más. El hecho ocurrido hace pocos días en Yungas, con el despojo descarado de una hacienda (que ya sufrió con su casa y sin resarcimiento hasta hoy el ex vicepresidente Cárdenas), el secuestro del propietario y su esposa por varias horas con serio riesgo de sus propias vidas sin que la autoridad haga nada para impedirlo, es parte de un mecanismo desbocado del poder en manos de “movimientos sociales”, auto convocados dueños del malhadado “control social” que establece la Constitución (del que tendremos tiempo de arrepentirnos y mucho) y otra serie aberrante de mecanismos que comienzan a actuar por iniciativa propia ante lo obvio, pueden y de hecho hacen lo que les viene en gana.

Es todavía tiempo. El ejemplo de Ayo Ayo puede seguirse aún en el caso de Uncía, pues es un precedente fundamental que marca jurisprudencia que podría fortalecerse si los criminales de Uncía son detenidos, juzgados y condenados como corresponde. En tanto, es lícito expresar repudio a esta máquina autoritaria disfrazada con el celofán del voto popular que está siendo traicionado de un modo dramático.

El autor es ex presidente de Bolivia

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