El presidente Morales ha experimentado por primera vez en su Gobierno un momento de dramatismo tal que ha removido los cimientos de su principal alianza con sus votantes más fieles y, por supuesto, con la totalidad del país.
Sobre una premisa muy curiosa, considerando el periodo de mayor bonanza económica de nuestra historia, el ejecutivo rompió la esfera mágica con un decreto que alteraba el orden básico sobre el que se había fundado la “nueva alianza” entre Morales y sus bases. La naturaleza de esa alianza está apoyada en dos vértices. El primero –indisoluble por su naturaleza-- el carácter de “igual” entre un presidente indígena y la mitad indígena de Bolivia, lo que definió con una palabra el significado de esa ligazón: “hermano”. La idea implica una relación de sangre, la más profunda que puede darse en una comunidad. El segundo, el compromiso del Presidente con sus votantes de que les garantizaría de manera permanente la defensa de los intereses de los más pobres, de los marginados y de los excluidos. Hasta el 26 de diciembre ese compromiso, por lo menos en la –debatible-- lectura de los interesados, se había cumplido.
Pero hete aquí que el “país de las maravillas” no era tal. Alguien en el seno del Gobierno decidió que “más valía un trago colorado que cien amarillos” y creyó que el tamaño de las espaldas del poder vigente lo resistía todo. La racionalidad del mercado, calificada tantas y tantas veces como “neoliberalismo maldito”, exigía frenar el camino al despeñadero. Había que “sincerar” los precios de los hidrocarburos, es decir, modificar la naturaleza de todo el sistema de precios y en consecuencia el funcionamiento de la economía del país. Pero, no sólo eso, la modificación debía ser contundente. El Vicepresidente nos dijo que era imperativo subir en un 73 por ciento el precio de la gasolina y en un 83 por ciento el precio del diesel. Ni Paz Estenssoro con el 21060 se había atrevido a tanto (aumentó algo más del 50 por ciento el precio de los carburantes).
En un instante la alianza se rompía unilateralmente, Morales repudiaba la naturaleza del compromiso con quienes le habían hecho ganar varias elecciones, al aprobar el decreto más “neoliberal” de todos los decretos “neoliberales” de nuestra historia. La sorpresa y la incredulidad duraron muy poco. El Presidente creyó que con un par de “buenas noticias” podía paliar la dureza del golpe, primero el aumento del 20 por ciento (a los ciudadanos les quedó grabada la idea de que los privilegiados eran sólo para las FFAA y la Policía). Un día después, ya con señales de descontrol interno, aumentó el bono Juancito Pinto. Pero, es obvio, el incendio en la pradera no se podía detener con cataplasmas. El 30 de diciembre, el país volvió a dar la imagen de una nación convulsionada por los movimientos sociales desatados, con bloqueos, enfrentamientos violentos, llantas quemadas, edificios públicos apedreados, dirigentes sociales reputados de traidores por sus bases. Furia, furia sin límites…
El instinto político de sobrevivencia, el más importante activo de Morales, funcionó. No había opción a medias tintas. Por primera vez en su vida política uno de los dos gobernantes más testarudos de nuestra historia reciente, echó pie atrás, rectificó, se desdijo. Se dio cuenta de que la ruptura de la alianza era su comienzo del fin. No había opción, debía renovar esa alianza y lo hizo. Pero preguntémonos. ¿Por qué el gasolinazo? ¿Por qué en esa dimensión brutal? Nadie hace algo tan insólito por enajenación. La respuesta es la realidad, simplemente eso, la realidad. El Ministro de Economía no podía disfrazarla por más tiempo. El eje de nuestro aparato productor de divisas, el energético, hace aguas por todos lados. Cuatro años después de la falsa nacionalización queda en videncia que el decreto “nacionalizador” no cumplió lo prometido. Las transnacionales se quedaron en el país. Salvo unos pocos meses, nunca pagaron al Estado el 82 por ciento de impuestos que establecía el decreto (con suerte superan el 60 por ciento, muy poco más que lo que el pueblo boliviano ya había conquistado con el referendo de 2004). El proceso de industrialización fue un fracaso y la conversión de nuestra matriz energética avanza muy lentamente. La equivocada aprobación de una ley de hidrocarburos que –subrayo-- me negué a promulgar, incluía el 32 por ciento de IDH sobre la producción de líquidos, el más grave desincentivo a la exploración y explotación de crudo con su consiguiente declinación. La creciente demanda de gasolina y diesel, el contrabando descontrolado (rotundo fracaso de las autoridades), sumados al “descubrimiento” de que nuestra reservas están en entredicho, ha colocado las cosas en un punto muy crítico. En esta lógica, la ficción se terminará pronto.
El retroceso presidencial es por ello contradictorio. Por un lado garantiza --por ahora-- que no se afectará a los más pobres, por el otro cierra la posibilidad de la salida racional que el mercado demanda (uso las palabras del Gobierno). ¿Quién pagará la factura de tal despropósito? La política probablemente se salde en el seno del MAS y los funcionarios del Gobierno que llevaron al Presidente a las marchas y contramarchas más inesperadas de su vida política. La económica y social se posterga por un tiempo, pero la acabaremos pagando todos.
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