Acaban de cumplirse cuatro años del oprobio ocurrido en la ciudad de Cochabamba, el 11 de enero de 2007. Ese hecho marcó el inicio de una serie de enfrentamientos fratricidas entre bolivianos promovidos por el Gobierno que han cobrado decenas de vidas humanas y han dejado heridas profundas que tardarán mucho en sanar. Después aquel “enero negro” vinieron “La Calancha”, “El Porvenir”, “Tiquipaya”, “Caranavi”. ¿Valió la pena?
La pregunta parece cínica, pero es necesario que se la hagan los numerosos seguidores que tiene Maquiavelo en el Gobierno del MAS para quienes “el fin justifica los medios”. Esos mismos aventureros, herederos de una tradición facinerosa que asegura que la sangre y la violencia son las parteras de la historia, se propusieron la refundación de Bolivia y, creídos de que estaban conduciendo una revolución, no ahorraron esfuerzos en la aplicación de métodos propios del más crudo estalinismo para eliminar a sus enemigos.
Ha quedado demostrada la forma vil y sañuda con la que actuaron los agentes políticos del MAS en Cochabamba y los otros sitios donde corrió sangre y se produjeron horrendos crímenes que siguen impunes por el desinterés de las autoridades judiciales controladas por el Poder Ejecutivo. Los objetivos del oficialismo fueron cumplidos. Casi todas las plazas del país fueron conquistadas ya sea por la violencia, el fraude o las maniobras pseudo legales aplicadas en los últimos meses. Nadie duda que en Bolivia Evo Morales desató una guerra y él ha resultado ganador. Y otra vez llega la pregunta ¿valió la pena?
La pregunta cobra vigencia y la reflexión resulta imprescindible después de que se ha puesto en evidencia que tanto empeño, tanta violencia y muerte, apenas han servido para apuntalar un régimen hueco, sin proyecto, sin perspectivas de cambio, fracasado en lo económico y sin posibilidades de cambiar el triste mapa social del país.
El MAS tampoco puede huir de la responsabilidad por las muertes en la denominada “Guerra del Gas” de octubre de 2003, episodio que marcó el inicio de aquella política de recuperación de los recursos naturales y que terminó en la mal llamada nacionalización de los hidrocarburos. Esa también fue sangre derramada en vano, no sólo porque jamás puede haber una muerte justificable, sino porque todo el proceso nacionalizador resultó un fracaso y derivó en la destrucción de toda la industria gasífera nacional.
Todo ha sido vanidad, porque hoy el MAS ya ni siquiera conserva el discurso que proponía inclusión y dignidad para los bolivianos. Mejor dicho, ya nadie le cree. Los únicos que viven bien son los de siempre y por supuesto, los contrabandistas, los narcotraficantes, los cocaleros y los del Gobierno, con sus aviones, sus helicópteros, sus 20 ministerios, sus viajes y sus restaurantes, donde –como nuevos ricos-, ni siquiera preguntan por los precios.
¿Valió la pena? es la pregunta que deben hacerse los que proponían cambio y acabaron con la democracia y la libertad; los que hablaban de industrialización y convirtieron al país en importador de hidrocarburos; los que se declararon enemigos de la producción y la inversión y están amenazados por una grave crisis alimentaria; los que prometían justicia y llevaron al país al odio y la venganza.
La pregunta cobra vigencia y la reflexión resulta imprescindible después de que se ha puesto en evidencia que tanto esfuerzo, tanta violencia y tanta muerte, apenas han servido para apuntalar un régimen hueco, sin proyecto, sin perspectivas de cambio, fracasado en lo económico y sin posibilidades de cambiar el triste mapa social del país.
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