Son carretilleros en el mercado Abasto, ladrilleros en Achocalla, boleteros en los minibuses de El Alto y aunque el Gobierno se moleste, los niños también son usados como mulas del narcotráfico en el Chapare. Las autoridades por poco crucifican al obispo que lo denunció porque nadie los quiere ver. Ya ni los vemos cuando hacen piruetas en las esquinas. Son tantos y cada vez más chicos. También son invisibles los niños que trabajan en las minas de Potosí, los que cortan caña en el norte cruceño y las chicas que sirven cerveza en las cantinas de Yapacaní, donde algunas de ellas son reclutadas para trabajar en los burdeles de mala muerte de la zona.
El trabajo infantil nunca ha sido una preocupación de la sociedad boliviana. En el campo, son los niños los que se encargan de todas las faenas junto a sus padres. Y no está mal que ayuden, pero lamentablemente, atender las ovejas y levantar la cosecha siempre están primero que la escuela, hecho que los condena a reproducir, tal vez para siempre, la pobreza que heredaron de sus padres.
En las ciudades, la explotación infantil no sólo tiene que ver con la miseria que los rodea, sino también con situaciones de abandono y descomposición familiar. La falta de oportunidades y la necesidad apremiante, obliga a los niños a enfrentar actividades peligrosas, inadecuadas para sus cuerpos y sus mentes. Según un reciente informe oficial, en Bolivia hay 850 mil niños trabajadores y la inmensa mayoría de ellos se desempeña en alguna de las 23 formas riesgosas que se han identificado en el país, tales como levantar peso, usar objetos afilados y actuar en lugares insalubres con presencia de fuego y elementos contaminantes.
850 mil niños son demasiados y el anonimato en el que viven simplemente refleja el desprecio que siente el mundo adulto por la niñez en Bolivia. Esos niños no reciben bono Juancito Pinto, no sirven para posar en las fotografías oficiales, ni para elaborar anuncios de televisión. Sería grotesco mostrarlos, sobre todo cuando las autoridades “del cambio” se empeñan en mostrar una realidad paradisiaca. Al Gobierno no le interesa ocuparse de ellos porque eso implicaría intervenir en miles de establecimientos y actividades informales, que además de la explotación infantil incurren en un sinnúmero de anormalidades. Actuar en este sector sería políticamente incorrecto para un régimen que “lo social” constituye una mera pose.
Es curioso que una de las principales premisas del Estado Plurinacional sea la “descolonización” y que precisamente los niños, quienes deberían ser los principales beneficiados del cambio, los que sigan trabajando como mineros en el cerro de Potosí, casi en las mismas condiciones en las que lo hacían cuando eran esclavos de la corona española, 500 años atrás.
Los niños bolivianos son los destinatarios de una herencia siniestra en Bolivia. De sus padres y también del Estado. Son los más débiles de la sociedad y contra ellos se estrella todo el abuso y al mismo tiempo la postergación y el olvido de los que se han propuesto refundar el país, pero que olvidan lo más importante, los cimientos.
El trabajo infantil nunca ha sido una preocupación de la sociedad boliviana. En el campo, son los niños los que se encargan de todas las faenas junto a sus padres. Y no está mal que ayuden, pero lamentablemente, atender las ovejas y levantar la cosecha siempre están primero que la escuela, hecho que los condena a reproducir, tal vez para siempre, la pobreza que heredaron de sus padres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
evitar insultos u ofensas. ideas para debatir con ideas. los anónimos no se acepten pues es como dialogar con fantasmas. los aportes enriquecen el pensamiento.