En toda democracia que se precie de serlo resulta imposible evitar el diálogo controversial entre el Gobierno y la oposición. Podría decirse, además, que esta colisión no la debilita, sino la afirma. Refleja, en primer lugar, el pluralismo ideológico y político en la visión sectorial del acontecer nacional. El pueblo soberano dispone así de una escala referencial de valores para calificar a quienes le rigen. Se guía tanto por los juicios que parten de la trinchera de la oposición, como por las réplicas gubernamentales a los cuestionamientos.
Las críticas, por otra parte, son ine-vitables, puesto que ningún tránsito temporal por el poder político, por muy eficientes y responsables que sean quienes lo hacen, se halla a salvo de errores e incongruencias. Fallar es humano y lo es también para ese colectivo político-partidario que ejerce el mando de una nación.
La cuestión es cómo se critica y cómo se responde. Lo primero exige rigurosos fundamentos y lo segundo serenidad, respeto y pleno equilibrio emocional, características que no se dan en las réplicas desde los círculos gubernamentales a cuantos les cuestionan, tanto desde la oposición como desde los medios de comunicación social e incluso desde organismos de la comunidad internacional.
En vez de salir al frente con argumentos convincentes, el Gobierno del MAS suele apelar a la diatriba y a la descalificación de quienes lo critican.
De este modo no logra clarificar nada respecto a informes y observaciones de contenido adverso a su gestión. Por el contrario, no hace sino ensombrecer más aún los respectivos casos.
Tal y no otra cosa siguió a la reacción gubernamental contra el reportaje de la red televisiva estadounidense Univisión que describía a Bolivia como un “narcoestado”, apoyándose en datos que acreditan la hipertrofia del narcotráfico en Bolivia, entre los que se menciona el relativo a que la estructura delictiva incorporó a nada menos que 40 funcionarios bolivianos, entre los que incluso figura el ex comandante de la Policía nacional Óscar Nina.
Igual efecto produjo el desaprensivo talante gubernamental ante el dato difundido por el representante de la Oficina de la ONU para la Lucha contra las Drogas y el Delito en Bolivia, César Guedes: fluctúa entre 500 y 700 millones de dólares el dinero que el narcotráfico inyecta ahora a la economía boliviana, cifra equivalente al 3% del Producto Interno Bruto.
Hasta ahora, el Gobierno encaró tales versiones con simples diatribas y la descalificación de las respectivas fuentes, cuando lo adecuado era que las rebatiese con información basada en datos en lo posible incuestionables.
Ambos episodios acentúan la total fragilidad gubernamental, puesta de manifiesto en casos recientes, como la protesta indígena por el Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure o las surgidas en otras comunidades rurales del país. El Gobierno se ha mantenido todo el tiempo tratando de desacreditar a los dirigentes de estos movimientos, sindicándolos de estar al servicio de sectores de la oposición e incluso de cierto órgano de la cooperación estadounidense al país. En definitiva, estamos ante un talante, una manera de actuar y reaccionar, que afecta aun más la ya bastante desgastada imagen del Gobierno nacional.
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